Ojala pudiera poner en penitencia mi paciencia, para no esperarte.

lunes, 31 de mayo de 2010

No te vayas.

Por favor, no te vayas.


Gritaba desesperada en busca de una respuesta que tenía claro nunca encontraría. Pero se sentía solo un poquitito mejor al gritarle al mundo lo que sentía. Quizá no la esuchasen, o sí pero no les interesaría. Sin embargo, ella quería escupir todo eso que sentia, todo el dolor.

Miró a su derecha y vio a una niña llorar. Miró hacia la izquierda, y vio a otra niña con lágrimas en los ojos. Miró hacia el frente y vio a otra niña llorar desconsoladamente. Miró hacia atrás, y otra niña contenía las lágrimas.

Y antes de permitir que la subieran a ese auto color plata, vio cómo esas cuatro niñas se juntaban en el centro del lugar, en el centro del círculo de gente, y se abrazaban. Y compartían su dolor.

Porque en ese abrazo descubrieron que el dolor se hacía más soportable en un abrazo, y no expresándolo. Y ella también lo aprendió en ese momento, o quizá solo lo recordó, pero se dio cuenta de que juntos más es menos. Descubrió (o redescubrió) el poder de la amistad, del amor, de la vida. Descubrió el poder de todo lo que la rodeaba, y supo, por primera vez en esos años de desgracia, que tenía que ser fuerte. Fuerte por ellos.

Debía ser fuerte como ellas, porque ellas eran fuertes porque eran capaces de consolar a las demás y así mismas.

Demostraban debilidad, pero no por compartir el dolor vas a ser débil, ¿no?



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